SINOPSIS:
Cuento que trata la vida de Enriqueta Leigh, sus
amores, culpabilidad, rencores, miedos, y castigos propios que van más allá
incluso de su propia existencia.
CUENTO COMPLETO:
No había nadie en el huerto. Enriqueta Leigh salió furtivamente al campo
por el portón de hierro sin hacer ruido. Jorge Waring, teniente de marina, la
esperaba allí. Muchos años después, siempre que Enriqueta pensaba en Jorge
Waring, revivía el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco, y siempre
que olía flores de saúco reveía a Jorge con su bella y noble cara como de
artista y sus ojos de azul negro.
Ayer mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía
demasiado joven, y quería esperar. Ella no tenía diecisiete años todavía, y él
tenía veinte, y se creían casi viejos ya.
Ahora se despedían hasta tres meses más tarde, para la vuelta del buque de
él. Después de pocas palabras de fe, se estrecharon en un largo abrazo, y el
suave y tibio olor de vino de las flores de saúco se mezclaba en sus besos bajo
el árbol.
El reloj de la iglesia dio las siete, al otro lado de campos de mostaza
silvestre. Y en la casa sonó un gong.
Se separaron con otros rápidos y fervientes besos. Él se apuro por el
camino a la estación del tren, mientras ella volvía despacio por la senda,
luchando con sus lágrimas.
—Volverá en tres meses. Puedo vivir tres meses
más —se decía.
Pero no volvió nunca. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y Jorge con
él.
Pasaron quince años. Inquieta esperaba Enriqueta Leigh, sentada en la sala
de su casita de Maida Leigh, donde habitaba sola desde hacía pocos años,
después de la muerte de su padre. No alejaba su vista del reloj, esperando las
cuatro, la hora que Oscar Wade había fijado. Pero no estaba muy segura de que
él viniera, después de haber sido rechazado el día antes. Se preguntaba ella
por qué razones lo recibía hoy, cuando el rechazo de ayer parecía definitivo, y
había pensado ya bien que no debía verlo nunca más, y se lo había dicho bien
claro.
Se veía a sí misma, erguida en su silla, admirando su propia integridad,
mientras él quedaba de pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a oírse
repetir que no podía y no debía verlo más, que no se olvidara de su esposa,
Muriel, a quien él no debía abandonar por un capricho nuevo.
A lo que había respondido él, irritado y violento:
—No tengo por qué preocuparme de ella. Todo acabó entre
nosotros. Seguimos viviendo juntos sólo por el qué dirán.
Y ella, con serena dignidad:
—Y por el qué dirán, Oscar, debemos dejar de vernos. Le
ruego que se vaya.
—¿De veras lo dice?
—Sí. No nos veremos nunca más. No debemos.
Y él se había ido, cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas
para soportar el golpe. Ella sentía pena por él, había sido dura sin necesidad.
Ahora que ella le había trazado su límite, ¿no podría, quizá, seguir siendo
amigos? Hasta ayer no estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que se
olvidara de lo que había dicho, y llegaron las cuatro, las cuatro y media y las
cinco. Ya había acabado ella con el té, y renunciado a esperar más, cuando
cerca de las seis llegó él, como había venido una docena de veces ya, con su
paso medido y cauto, con su porte algo arrogante, sus anchas espaldas alzándose
en ritmo. Era hombre de unos cuarenta años, alto y robusto, de cuello corto y
ancha cara cuadrada y rósea, en la que parecían chicos sus rasgos, por lo
finitos y bellos. El corto bigote, pardo rojizo, erizaba su labio, que
avanzaba, sensual. Sus ojillos brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y animales.
Cuando no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre
recibía un choque al verlo, tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal,
que seguía siendo Jorge Waring.
Se sentó frente a ella, en un silencio molesto, que rompió al fin:
—Bueno; usted me dijo que podía venir, Enriqueta.
Parecía echar sobre ella toda la responsabilidad.
—¡Oh, sí; ya lo he perdonado, Oscar!
Y él dijo que lo mejor era demostrarlo cenando con él, a lo que ella no
supo negarse, y, simplemente, fueron a un restaurante en Soho.
Oscar comía como gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba
con su liberalidad ostentosa sin la menor mezquindad.
Al fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida le
decían lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, juntos, él la había dejado en
la puerta del jardín. Lo había pensado mejor.
Ella no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su
momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegrías en las semanas
siguientes. Había querido dejarlo porque no se sentía atraída, y ahora, después
de haber renunciado, por eso mismo lo buscaba.
Cenaron juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció le restaurante de
memoria: las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas formas
turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a
su saya; los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y
las fachas de todos colores, rasgos y expresiones de los clientes; y las luces
en sus pantallitas rojas que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el
vino tiñe el agua; y la cara encendida de Oscar, que se encendía más u más con
la cena. Siempre, cuando él se echaba para atrás con su silla y pensaba, y
cuando alzaba los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era,
aunque no en qué acabaría.
Recordaba a Jorge Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones
ya. No lo había elegido a Oscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero
ahora que él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que Jorge
había muerto, ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había
sentido pena por él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.
Estuvo cierta del final antes que él. Sólo que no sabía cómo y cuándo. Eso
lo sabía él. De tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en
casa de ella.
Oscar se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba
del todo segura; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y
soñado con ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis,
celeste, supremo, que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él
que le repelía; pero por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto
dejo de vulgaridad.
Para justificarse, pensaba en todas las buenas cualidades, en su
generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero. Lo
hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y máquinas: se hacía
prestar los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a
hablar, tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver
que se salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la
tiene con sus amigos hombres.
En la primera ocasión y pretexto que hubo asuntos de él, fueron a París por
separado. Por tres días Oscar estuvo loco por ella, y ella por él.
A los seis empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de
Montmartre, estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él
le inquirió la causa, que el hotel Saint-Pierre era horrible, que le daba en
los nervios y no lo soportaba más. Oscar, con indulgencia, explicó su estado
como fatiga subsiguiente a la continua agitación de esos días.
Ella trató con energía de creer que su abatimiento creciente venía de que
su amor era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente
que había llorado de puro aburrimiento.
Estaba enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y con Oscar sucedía
más o menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si
alguna vez, en algún momento lo había podido amar realmente.
Pero la pasión retornó por corto tiempo en Londres.
En cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros
tiempos del encanto quedaba en segundo término. Luego, al miedo de ser
descubiertos, después de una enfermedad de Muriel, la esposa de Oscar, se
agregó para Enriqueta el terror de la posibilidad de casarse con él, que seguía
jurando que sus intenciones eran serias, y que se casaría con ella en cuanto
fuera libre.
Esta idea le asustaba a veces en presencia de Oscar, y entonces él la
miraba con expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él
pensaba en lo mismo y del mismo modo.
Así que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su
enfermedad: era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día,
después de unas aclaraciones y reproches mutuos, que ambos se sabían desde
mucho antes, vino la ruptura y la iniciativa fue de él.
Tres años después fue Oscar quien se fue del todo ya, en un ataque de
apoplejía, y su muerte fue inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los
primeros momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando
cuán poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que
nunca habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que
ella hubiera podido ligarse a un hombre como Oscar Wade.
Y a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María
Virgen en Maida Vale, diacona de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario,
y devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes caídas, le llegó la
culminación de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de
la muerte. Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrándose
otra vez con Oscar Wade. Caviló algo así si debía hablar de él, pero se dio
cuenta de que no podría, y de que no era necesario: por veinte años había
estado él fuera de su vida y de su mente.
Murió con su mano en la mano del vicario, el que la oyó murmurar:
—Eso es la muerte. Creía que sería horrible, y no. Es la
dicha; la mayor dicha.
La agonía le arrancó la mano de la mano del vicario y enseguida terminó
todo.
Por algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y remirando todo
lo tan familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.
El crucifijo y las velas encendidas le recordaban alguna tremenda
experiencia, cuyos detalles no alcanzaban a definir; pero que parecían tener
relación con el cuerpo cubierto que yacía en la cama, que ella no
asociaba a su persona.
Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una
mujer de edad mediana, y su propio cuerpo vivo era el de una joven de unos
treinta y dos años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo
coherente o definido, ninguna idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de
repente, el cuarto empezó a dividirse ante su vista, a partirse en zonas y
hacer de piso, muebles y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia
planos diversos, se inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una
mezcla transparente, de perspectivas distintas, como reflejos de exterior en
vidrios de interior.
La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de
vista. Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió
y se encontró en una calle, fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de
alta aguja de pizarra, que reconoció con un choque palpable de su mente: era la
iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír
ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y
espacio definidos, y recuperaba una parte limitada de memoria coherente;
recordaba los detalles de la iglesia, en cierto modo permanentes y reales,
ajustados a la imagen que tomaba posesión de ella. Sabía para qué había ido
allí.
El servicio religioso había terminado, el coro se había retirado, y el
sacristán apagaba las velas del altar. Ella caminaba por la nave central hasta
un asiento conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la
sacristía se abrió y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negra,
pasó muy cerca de ella y se detuvo esperándola: tenía algo que decirle. Ella se
levantó y se acercó a él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque
ella se le acercó luego más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se
apartó algo para ver mejor, y se encontró con que miraba la cara de Oscar Wade,
que se estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.
Ella retrocedió, y las anchas espaldas la siguieron, inclinándose a ella y
sus ojos la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido
alguno; quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras
las luces de las naves laterales se apagaban una por una, hasta la última.
Ahora debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad.
Al fin consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de un
altar. Cuando miró atrás, Oscar Wade había desaparecido.
Entonces recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Oscar,
pues, sino su fantasma. Había muerto hace diecisiete años. Ahora se sentía
libre de él para siempre.
Salió al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La
acera de su lado era una larga galería cubierta, que limitaban los altos
pilares de un lado, y brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro; iba
por los pórticos de la calle Rívoli, en París. Allí estaba el porche del hotel
Saint-Pierre. Pasó la puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de
aire denso, que ya conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra
gris, subió los innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que
encerraba al ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que
alumbraba una opaca ventana al final. Y entonces, el horror del lugar la
asaltó, y como no tenía ningún recuerdo ya de su iglesia y de su Hogar de
Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el tiempo. Ahora todo el tiempo
y todo el espacio eran lo presente ahí.
Recordaba que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la
ventana, y luego ir hasta el final de todos los corredores; pero tenía temía
algo que había allí, no sabía bien qué. Tomando por la derecha podría
escaparse, lo sabía; pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que
volver a la izquierda, por un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro,
secreto y abominable, con paredes manchadas y una puerta de maderas
torcidas al final, con una raya de luz encima. Podía ver ya el número de esa
puerta: 107.
Algo había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo
mismo. Sintió que Oscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta
cerrada; oyó sus pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.
Ella se volvió horrorizada y corrió, con la rodillas que se le doblaban,
hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo,
ciega y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguían,
hasta que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.
Lo más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente
recordaba que una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella no sabía
ya más qué era. Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo
situaba por el lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que
cruzaba mientras ello ocurría. Así que ahora pensaba: "Si pudiera ir hasta
el lugar en que eso no había pasado aún. Más atrás aún".
Ahora iba por un camino blanco, entre campos y colonias envueltos en leve
niebla. Llegó al puente de dorso alzado; cruzó el río y vio la vieja casa gris
que sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y
se halló en una gran sala de cielo raso bajo, ante la gran cama de su padre. Un
cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se
modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de
Oscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la
vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada:
Oscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al
fin e iba a cubrirla, cundo notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada,
alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a
luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerza
que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrando los ojos
que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía
y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los
de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenidos por mutuo miedo.
De repente se recobró ella, se volvió y corrió fuera del salón, fuera de la
casa. Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente
y el camino la llevarían a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del
hotel; por el otro lado, al camino cruzaba la aldea de su niñez.
¡Ah, si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Oscar,
estaría al fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido
más joven; pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más
joven aún, y sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el
almacén, y la fonda, y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el
portón sur del parque de su niñez.
Todo eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire
que brillaba sobre ello como vidrio. el paisaje se rajaba, se dislocaba, y
flotaba a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose,
y en vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres,
con sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta
giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujó al comedor
que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos
detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blandas
alfombras turcas, la facha de los clientes, moviéndose como máquinas, y las
luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevó hasta una mesa en
un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y
la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa
cara. Cuando su servilleta cayó, era Oscar Wade. Sin poder resistir, se le
sentó al lado; él se reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara
encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba:
—Ya sabía que vendrías.
Comieron y bebieron en silencio.
—Es inútil que me huyas así —dijo él.
—Pero todo eso terminó —dijo ella.
—Allá sí; aquí, no.
—Terminó para siempre.
—No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
—¡Ah, no! Cualquier cosa menos eso.
—No hay otra cosa.
—No, no podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
—¿Que recuerde? ¿Te figuras que yo te tocaría si pudiera
evitarlo?... Para eso estamos aquí. Debemos: hay que hacerlo.
—No, no. Me voy ahora mismo.
—No puedes —dijo él—. La puerta está con llave.
—Oscar, ¿por qué la cerraste?
—Siempre fui así. ¿No recuerdas?
Ella volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó,
frenética.
—Es inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás
que volver. Lo dilatarás una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
—Habrá tiempo de hablar de inmortalidad cuando hayamos
muerto. ¡Ah!...
Eso pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás, en el tiempo, muy
atrás, donde Oscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su
niñez. En cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia:
flexible y liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en
todo el cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores
de saúco llegó hasta ella a través del parterre, Jorge Waring estaba
esperándola bajo el sauco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la
esperaba era Oscar Wade.
—Te dije que era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos
los caminos te retornan a mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus
recuerdos.
—Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el
lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?
—Porqué los reemplacé.
—Nunca. Mi cariño por ellos era inocente.
—Tu amor por mí era parte de eso. crees que lo pasado
afecta lo futuro. ¿No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro afecta lo
pasado?
—Me iré lejos, muy lejos —dijo ella.
—Y esta vez iré contigo —dijo él.
El saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de
vista. Ella sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la
acompañaba detrás de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella,
árbol a árbol. Pronto sintió que pisaba un pavimento gris, y una fila de
pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado
de Oscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y
sus cabezas divergían, agachadas.
—Alguna vez ha de acabar esto —dijo ella—. La vida
no es eterna: moriremos al fin.
—¿Moriremos? Hemos muerto ya. ¿No sabes qué es esto y
dónde estamos? Ésta es la muerte, Enriqueta. Somos muertos. Estamos en el
infierno.
—Sí. No puede haber nada peor que esto.
—Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún,
mientras tengamos fuerza para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos
en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no
habrá nada, más allá, y no habrá otro recuerdo que éste.
—Pero ¿por qué?, ¿por qué? —gritó ella.
—Porque esto es lo único que nos queda.
Ella iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos
tallos y no podía romperlos. Era una criatura.
Se dijo que ahora estaría segura. Tan lejos había retrocedido que había
llegado a ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente en
blanco, era estar segura al fin.
Llegó a un parterre de brillante césped, con un estanque circular rodeado
de rocalla y flores blancas, amarillas y purpúreas. Peces de oro nadaban en el
agua verde oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero,
alzando su hocico, echando burbujas.
Al fondo del parterre había un seto de alheñas cortado por un amplio
pasaje. Ella sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la
alzaría en brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las
manzanas colgando de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no
había nada más atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de
hierro que daba a un campo. Pero algo era diferente allí, algo que la asustó.
Era una puerta gris en vez del portón de hierro. La empujó y entró al último
corredor del hotel Saint-Pierre.
Traducción de Xul Solar.
[Tomado de Cuentos memorables según Jorge Luis
Borges,
Punto de lectura,
México, 2009.]
ANÁLISIS:
Decidí colocar
una pequeña sinopsis antes de dar paso al relato, no son mi devoción,
sobretodo por ser cuentos que, con solo unas palabras, se puede dar a entender
demasiado, pero este relato va más allá de los sucesos.
Podemos apreciar
en el cuento de May Sinclair, y desde el aspecto femenino como trata a su
propio género en la época que le tocó vivir. Relatos como estos son los que
ayudan en verdad a comprender el papel que debería tomar la mujer hoy como ente
pensante. La crítica hacia la mujer desde el punto de vista de la misma mostrado
a través de sutilezas, no de panfletos como es común encontrar en los libros de
muchas autoras contemporáneas.
Enriqueta es una
mujer que nunca logró tomar una decisión por sí misma, una mujer con un padre
quien no dejó que se casase con el hombre que amaba porque era demasiado joven
en ese momento, y luego sufrió las consecuencias de la muerte temprana de su
amado. Años después, logra encontrar una pareja pero él está casado, Enriqueta
termina convirtiéndose en su amante, y con ello un sin fin de sentimientos
oprimidos por la figura masculina, la culpabilidad de arruinar una relación, la
de serle infiel al ser que aún se decía amar, la negación de sus verdaderos
sentimientos contradictorios por desear que su relación con Oscar continuara;
pero por sobretodo aquella escena en la que Enriqueta manifiesta interesarse en
todas las aficiones de Oscar para comprenderse y juntos crearan similitudes,
pero que ella misma censura argumentando que para eso existen los amigos. May
Sinclair, da el pie a criticar el pensamiento opresor en que el hombre y la
mujer no pueden ser compañeros, sino solo complementos de género, reproducción,
o placer. Es un punto a tener en cuenta, ya que a pesar de los años que nos
separan entre este relato y la actualidad, algunas familias y parejas continúan
con esa dinámica retrograda.
Por otro lado,
está la añoranza obsesiva con el pasado, esa frase en la que muchos creemos: “Todo tiempo pasado fue mejor”, cuando
esta no tiene porque ser así; el mismo Oscar se lo manifiesta a Enriqueta: “No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro
afecta lo pasado?”, Enriqueta estaba tan incrustada con su pasado al pensar
que este solo lograba mermar su futuro, que jamás vivió en el presente, y en
los días venideros, haciendo que estos se vengasen de ella incluso después que
muriera. Con ello saltamos al punto más importante, el bucle espacio temporal y
la alegoría al “Infierno de Dante” que hace este relato.
Enriqueta al
momento de morir (muy joven, con tan solo treinta años) cree que todo
terminará, que será un lugar de descanso donde no tendrá que arrepentirse ni
esperar nada de él, que quizás encontrará a Jorge y a su padre, y que jamás
verá a Oscar. Por lo mismo, al caer en la muerte y ver que nada ha cambiado, la
negación vuelve a dominar su psiquis, cree no estar muerta, y que el bucle de
la puerta hacia el pasillo del hotel, donde vivió los peores momentos de su
vida, deben ser un lugar del que debe escapar para obtener la real tranquilidad.
Oscar representa
a ese ser castigador, la culpa, es el ser humano con quien ella jamás se
sinceró, y va cobrando tal importancia esa represión que él llega a llenar
todos los recuerdos, desmembrándolos, matando el amor de ella hacia Jorge y a
su padre, al punto de marcar toda su existencia incluso más allá de la muerte,
en ese infierno sin fin. Aquel es el verdadero lugar donde han sido enviados
Enriqueta y Oscar, donde él le enseñará que no hay escapatoria; ella tendrá que
aceptar el eterno dolor. Enriqueta deberá reconocer que la huida hasta el
primer recuerdo de su vida solo la llevará a la muerte de su propia consciencia,
y que luego, en aquel infierno, jamás comprenderá el porqué continúa su
sufrimiento.
Muchos califican
el final de este cuento como algo trágico, cosa discutible, este no es más que el
relato del dolor que llevamos todos en algún momento de la vida y que incluso
podría continuar después de la muerte, es un punto que desconocemos, y por lo
mismo este relato trasciende en el tiempo. Es una visión de cómo podría ser
nuestra vida al otro lado, la posible repetición de acontecimientos, y de cómo
tratarlos en ese espacio de tiempo eterno, tal como lo es la Divina Comedia de Dante Alighieri.
May Sinclair era
una gran escritora, preocupada por el rol de la mujer en forma intelectual, una
activista, alguien muy interesada en la psicología y filosofía; en toda la
comprensión de la psiquis humana. Por lo mismo, la admiración que Borges sintió
por su figura y sus relatos, para él este relato era un cuento memorable, algo
que quiere decir muchísimo.
Todos sabemos
que la literatura de Borges sigue ese patrón y para él, todo lo que conlleva tiempo,
espacio, lucha e infierno, era de tal importancia que se dedicó a ese tema en
gran parte de sus relatos fantásticos, máxima expresión surrealista de la mente
humana (en el punto de vista de algo extraordinario metido en la cotidianidad).
Por lo mismo agradezco, en mi forma más humilde, al maestro Borges por
mencionar sus lecturas predilectas, poco a poco iré dejando los cuentos que a
él más le marcaron, y más análisis conforme los vaya leyendo.
LEMA ENTRE PELÍCULAS Y LETRAS:
1.- No doy estrellas, ni tomates en mis críticas.
2.- No digo que algo es bueno o malo porque eso lo dejo a criterio del espectador o lector.
3.- Mis críticas se manifiestan desde una base con argumentos gracias a que estudie sobre ello.
Solo doy mi punto de vista desde una forma constructiva y sana para que sigamos apreciando lo que hay detrás de cada libro, película y juego… aquellas cosas que nos repletan de emociones y que nos ayuda a ser más conscientes de nuestra realidad.
¡GRACIAS POR LEER ESTE ANÁLISIS!